La
noche del domingo 14 de septiembre de 2008 fue la última vez que se
le vio con vida, en San José del Pacífico, Oaxaca. El 15 fue
asesinada y su cuerpo descubierto hasta el miércoles 24. No tenía
más de unas pocas semanas que me había compartido sus impresiones
sobre su visita a territorio zapatista con la Caravana Europea. Ahí,
junto con una amiga que se encontraba en la Garrucha, cargaban botes
de arena, trabajaba con la mezcla para construir una edificación
comunitaria. Semanas después, el viernes 26 de septiembre, me enteré
de su asesinato. Ya no vería nuevamente a Marcella Grace Eiler,
Sali.
A Sali la conocí en el 2007 en una brigada de solidaridad con la
comunidad de San Isidro Alopam, la cual fue atacada, poco tiempo
antes, por guardias blancas, en la sierra oaxaqueña. De ahí nuestra
presencia. En la comunidad se realizó un Encuentro por la defensa
del bosque, causa por la que Sali sentía mucha simpatía y por la
que ya se había solidarizado en los Estados Unidos, de donde era
originaria. La recuerdo sonriendo siempre y jugando con las niñas
zapotecas de la comunidad.
Hubo quienes quisieron sacar provecho político de su asesinato. Sin
embargo, cuando se averiguó que la causa fue, lo que hoy llamamos
feminicidio, organizaciones y colectivos, salvo honrosas excepciones,
abandonaron el caso, pues en aquel 2008 este crimen no era tan
redituable aún políticamente. Como sabemos, en México, el
aterrador número de asesinatos de mujeres ha aumentado
dramáticamente y la presión social obligó a tipificar
jurídicamente en el Código Penal Federal el crimen de feminicidio
en el 2012. De este modo, quedó establecido en el artículo 325 que:
Comete
el delito de feminicidio quien prive de la vida a una mujer por
razones de género. Se considera que existen razones de género
cuando concurra alguna de las siguientes circunstancias:
I.
La víctima presente signos de violencia sexual de cualquier tipo;
II.
A la víctima se le hayan infligido lesiones o mutilaciones
infamantes o degradantes, previas o posteriores a la privación de la
vida o actos de necrofilia;
III.
Existan antecedentes o datos de cualquier tipo de violencia en el
ámbito familiar, laboral o escolar, del sujeto activo en contra de
la víctima;
IV.
Haya existido entre el activo y la víctima una relación
sentimental, afectiva o de confianza;
V.
Existan datos que establezcan que hubo amenazas relacionadas con el
hecho delictuoso, acoso
o
lesiones del sujeto activo en contra de la víctima;
VI.
La víctima haya sido incomunicada, cualquiera que sea el tiempo
previo a la privación de la vida;
VII.
El cuerpo de la víctima sea expuesto o exhibido en un lugar público.
El
trabajo periodístico de John Gibler sobre el asesinato de Sali (
https://zcomm.org/znetarticle/the-murder-of-sali-grace-by-john-gibler/
)
nos describe que ella recibió
cuatro heridas producidas por
un
machete: debajo de su antebrazo derecho, en su costado, debajo del
pecho izquierdo, la
cual provocó su muerte, y
una en
su espalda; como
lo observa Gibler, estas
heridas prueban la violencia abrumadora con que fue atacada. Además
el periodista nos recuerda que la autopsia
menciona también golpes en su garganta, la ausencia de
los ojos y del cabello y que su cara estaba negra, probablemente
quemada, sin embargo, no se da explicación alguna de estas terribles
laceraciones. Es claro que hablamos de un feminicidio y, cuando
hablamos de feminicidios, también surgen las voces que lo
justifican: el machismo, quizás algo más profundo, el patriarcado.
Recuerdo que no pocos defendieron y justificaron a Omar Yoguez Singu,
el “Franklin”, el asesino, que, por cierto, se autodefinía como
integrante de la “cultura hippie”; se culpaba a Sali por viajar
sola, que por aceptar ir con Yoguez y luego decirle que no; se
justificaba que soló se “defendía a la gringuita” y no se
entendía la vida difícil que tuvo el “Franklin”. Qué difícil
ser mujer, incluso, después de la muerte.
Si su asesino fue detenido, no fue gracias a las autoridades, sino
por activistas que lo detuvieron en la Ciudad de México, para
entregarlo posteriormente a las autoridades oaxaqueñas. La vida de
una mujer parece no valer, tampoco su muerte. Sabemos que, por
consigna, por falta de interés, por desidia, por complicidad o
machismo (o una combinación de todo) gran parte de los feminicidios
no se resuelven y la impunidad prevalece. Las autoridades gustan
calificar, por ejemplo, a estos crímenes como “suicidio”.
El 16 de octubre de 2016 fue asesinada Joseline Peralta Aguirre. Su
cuerpo fue abandonado en el arroyo vehicular de una calle de
Iztapalapa, en la Ciudad de México. Avisados su madre y su padre,
Clarita Aguirre y Juan Peralta, acudieron de inmediato al lugar donde
el cuerpo de Joseline era custodiado por una patrulla. Los
patrulleros informaron que se había suicidado con una bufanda. Ya
había una conclusión sin investigaciones previas y sin preguntarse
cómo se pudo suicidar en la calle. Clarita y Juan, no las instancias
de justicia, averiguaron que su hija se encontraba en casa de su
novio, David González Reyes, muy cerca de donde fue encontrado el
cuerpo. Éste informó que Joseline se había suicidado en el baño,
y que, acompañado de su hermana y su padrastro, quisieron llevarla a
un hospital, cuando no consiguieron transporte, decidieron dejarla
tirada en la calle sin notificar a ningún servicio de emergencia o
autoridad alguna. El Ministerio Público interrogó a David González,
a su hermana y padrastro, a pesar de dejar un cuerpo humano en la
calle, fueron puestos en libertad de inmediato. Mientras tanto, los
resultados de la necropsia concluyeron que se había suicidado. Sin
embargo, al recibir el cuerpo los familiares y los vecinos,
descubrieron que tenía moretones en la frente, el el hombro, en las
costillas, en los antebrazos, en el empeine de uno de sus pies,
además, los puños cerrados con cabellos, algunas uñas
desprendidas; nada de esto fue registrado en el acta firmada por
Guadalupe Becerril Huerta. Fue “suicidio”.
El 3 de mayo de este 2017 hubo un caso similar, y bastante difundido.
En Ciudad Universitaria se encontró el cuerpo de Lesvy Berlin Rivera
Osorio. ¿Las conclusiones? ¿Adivinan? Efectivamente: “suicidio”.
Después de criminalizar Lesvy, inventarle una vida, las autoridades
determinaron que se suicidó con el cable de un teléfono público.
Al igual que Joseline, Lesvy presentó en su cuerpo golpes y heridas
que no corresponden a un suicidio, además el Observatorio Ciudadano
Nacional del Feminicidio demostró, a través de un peritaje propio,
que la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México
mentía, ya que prácticamente es imposible, con la estatura de Lesvy
y los 80 centímetros del cable, ejecutar un suicidio.
Los casos de Joseline y de Lesvy no son aislados. Recordemos el caso
de Mariana Lima Buendía, en Chimalhuacán, Estado de México. Ella
fue asesinada en junio del 2010 por su esposo, un policía judicial.
Sí, también su muerte fue declarada inicialmente como “suicidio”.
Las autoridades, prácticamente sin investigación alguna, aceptaron
como definitiva la declaración de su esposo Julio César Hernández
Ballinas, quien dijo que Mariana se había “suicidado”. Sin
embargo, la madre de Mariana, Irinea Buendía, nunca creyó esta
versión, pues existía antecedentes de violencia doméstica por
parte del judicial: ya había sido arrojada por las escaleras, se le
había aventado el carro, incluso, el asesino previamente había
amenazado a doña Irenea de asesinar a su hija y arrojarla a la
cisterna. Al igual que los casos anteriores, al revisar el cuerpo los
familiares, encontraron golpes que jamás fueron registrados en el
acta y que claramente causaba la duda de un suicidio. Las
autoridades, unos años después, en el 2015, no por gusto, sino
gracias a la presión y lucha de los familiares y de doña Irenea, en
coordinación con organismos de derechos humanos y de defensa de la
mujer, investigaron y comprobaron la culpabilidad del asesino.
El número de feminicidios en México es brutal, alarmante. Las
cifras conservadoras del Instituto Nacional de Geografía y
Estadística (INEGI) informan que a partir del 2013 se asesinan, en
promedio, siete mujeres diariamente. La gran mayoría de la veces los
crímenes quedan en completa impunidad. Cada vez es común en este
país encontrar a alguien que ha perdido una amiga, una vecina, una
compañera de trabajo, de estudios, de militancia, una hija, una
familiar. Los crímenes no parecen disminuir sino que aumentan
solapados por las instituciones judiciales que, como se mencionó, ya
sea por consigna, por falta de interés, por desidia, por complicidad
o machismo, mantienen la impunidad del crimen ; solapados también
por las instituciones sociales, como la familia tradicional, que
educan, incluso, a las mismas mujeres, para aceptar la violencia
cotidianamente, como esencia fundamental de su existencia; ya no
digamos de las instituciones religiosas que llenan de culpa a las
mujeres si éstas deciden por sí mismas diversos aspectos de su vida
como la maternidad o la sexualidad, además, no pocas veces, hasta
justifican y fomentan crímenes como el feminicidio.
Sali tendría que conversar todavía con su madre Bárbara Healy, con
su padre John Eiler, que sonreír, bailar y cantar, que militar en
las diversas causas justas de Oaxaca, México, Estados Unidos o donde
ella deseara luchar. Ni Sali, ni Joseline, ni Lesvy, ni Mariana
tuvieron que morir de maneras tan terribles por ser mujeres, sí,
por ser mujeres. Ni una más, ni una menos, dice acertadamente la
consigna en las calles, en los muros; que la lucha de tantas mujeres
ante estas realidades de violencia, ante tantos asesinatos, es porque
la vida no es un privilegio, sino un derecho, y hay que combatir
todo un sistema judicial, un sistema social, económico, político,
toda una cultura que enaltece el privilegio masculino de dominar,
agredir, explotar, violentar y, hasta asesinar una mujer.
Ni una más, ni una menos, mientras pienso en Sali, mientras escribo
hoy sobre ella.
Alejandro
Martínez Lira
No hay comentarios:
Publicar un comentario