jueves, 14 de septiembre de 2017

Septiembre sin Sali: la sombra del feminicidio



 
La noche del domingo 14 de septiembre de 2008 fue la última vez que se le vio con vida, en San José del Pacífico, Oaxaca. El 15 fue asesinada y su cuerpo descubierto hasta el miércoles 24. No tenía más de unas pocas semanas que me había compartido sus impresiones sobre su visita a territorio zapatista con la Caravana Europea. Ahí, junto con una amiga que se encontraba en la Garrucha, cargaban botes de arena, trabajaba con la mezcla para construir una edificación comunitaria. Semanas después, el viernes 26 de septiembre, me enteré de su asesinato. Ya no vería nuevamente a Marcella Grace Eiler, Sali.

A Sali la conocí en el 2007 en una brigada de solidaridad con la comunidad de San Isidro Alopam, la cual fue atacada, poco tiempo antes, por guardias blancas, en la sierra oaxaqueña. De ahí nuestra presencia. En la comunidad se realizó un Encuentro por la defensa del bosque, causa por la que Sali sentía mucha simpatía y por la que ya se había solidarizado en los Estados Unidos, de donde era originaria. La recuerdo sonriendo siempre y jugando con las niñas zapotecas de la comunidad.



Hubo quienes quisieron sacar provecho político de su asesinato. Sin embargo, cuando se averiguó que la causa fue, lo que hoy llamamos feminicidio, organizaciones y colectivos, salvo honrosas excepciones, abandonaron el caso, pues en aquel 2008 este crimen no era tan redituable aún políticamente. Como sabemos, en México, el aterrador número de asesinatos de mujeres ha aumentado dramáticamente y la presión social obligó a tipificar jurídicamente en el Código Penal Federal el crimen de feminicidio en el 2012. De este modo, quedó establecido en el artículo 325 que:

 
Comete el delito de feminicidio quien prive de la vida a una mujer por razones de género. Se considera que existen razones de género cuando concurra alguna de las siguientes circunstancias:
I. La víctima presente signos de violencia sexual de cualquier tipo;
II. A la víctima se le hayan infligido lesiones o mutilaciones infamantes o degradantes, previas o posteriores a la privación de la vida o actos de necrofilia;
III. Existan antecedentes o datos de cualquier tipo de violencia en el ámbito familiar, laboral o escolar, del sujeto activo en contra de la víctima;
IV. Haya existido entre el activo y la víctima una relación sentimental, afectiva o de confianza;
V. Existan datos que establezcan que hubo amenazas relacionadas con el hecho delictuoso, acoso
o lesiones del sujeto activo en contra de la víctima;
VI. La víctima haya sido incomunicada, cualquiera que sea el tiempo previo a la privación de la vida;
VII. El cuerpo de la víctima sea expuesto o exhibido en un lugar público.


El trabajo periodístico de John Gibler sobre el asesinato de Sali ( https://zcomm.org/znetarticle/the-murder-of-sali-grace-by-john-gibler/ ) nos describe que ella recibió cuatro heridas producidas por un machete: debajo de su antebrazo derecho, en su costado, debajo del pecho izquierdo, la cual provocó su muerte, y una en su espalda; como lo observa Gibler, estas heridas prueban la violencia abrumadora con que fue atacada. Además el periodista nos recuerda que la autopsia menciona también golpes en su garganta, la ausencia de los ojos y del cabello y que su cara estaba negra, probablemente quemada, sin embargo, no se da explicación alguna de estas terribles laceraciones. Es claro que hablamos de un feminicidio y, cuando hablamos de feminicidios, también surgen las voces que lo justifican: el machismo, quizás algo más profundo, el patriarcado. Recuerdo que no pocos defendieron y justificaron a Omar Yoguez Singu, el “Franklin”, el asesino, que, por cierto, se autodefinía como integrante de la “cultura hippie”; se culpaba a Sali por viajar sola, que por aceptar ir con Yoguez y luego decirle que no; se justificaba que soló se “defendía a la gringuita” y no se entendía la vida difícil que tuvo el “Franklin”. Qué difícil ser mujer, incluso, después de la muerte.

Si su asesino fue detenido, no fue gracias a las autoridades, sino por activistas que lo detuvieron en la Ciudad de México, para entregarlo posteriormente a las autoridades oaxaqueñas. La vida de una mujer parece no valer, tampoco su muerte. Sabemos que, por consigna, por falta de interés, por desidia, por complicidad o machismo (o una combinación de todo) gran parte de los feminicidios no se resuelven y la impunidad prevalece. Las autoridades gustan calificar, por ejemplo, a estos crímenes como “suicidio”.

El 16 de octubre de 2016 fue asesinada Joseline Peralta Aguirre. Su cuerpo fue abandonado en el arroyo vehicular de una calle de Iztapalapa, en la Ciudad de México. Avisados su madre y su padre, Clarita Aguirre y Juan Peralta, acudieron de inmediato al lugar donde el cuerpo de Joseline era custodiado por una patrulla. Los patrulleros informaron que se había suicidado con una bufanda. Ya había una conclusión sin investigaciones previas y sin preguntarse cómo se pudo suicidar en la calle. Clarita y Juan, no las instancias de justicia, averiguaron que su hija se encontraba en casa de su novio, David González Reyes, muy cerca de donde fue encontrado el cuerpo. Éste informó que Joseline se había suicidado en el baño, y que, acompañado de su hermana y su padrastro, quisieron llevarla a un hospital, cuando no consiguieron transporte, decidieron dejarla tirada en la calle sin notificar a ningún servicio de emergencia o autoridad alguna. El Ministerio Público interrogó a David González, a su hermana y padrastro, a pesar de dejar un cuerpo humano en la calle, fueron puestos en libertad de inmediato. Mientras tanto, los resultados de la necropsia concluyeron que se había suicidado. Sin embargo, al recibir el cuerpo los familiares y los vecinos, descubrieron que tenía moretones en la frente, el el hombro, en las costillas, en los antebrazos, en el empeine de uno de sus pies, además, los puños cerrados con cabellos, algunas uñas desprendidas; nada de esto fue registrado en el acta firmada por Guadalupe Becerril Huerta. Fue “suicidio”.



El 3 de mayo de este 2017 hubo un caso similar, y bastante difundido. En Ciudad Universitaria se encontró el cuerpo de Lesvy Berlin Rivera Osorio. ¿Las conclusiones? ¿Adivinan? Efectivamente: “suicidio”. Después de criminalizar Lesvy, inventarle una vida, las autoridades determinaron que se suicidó con el cable de un teléfono público. Al igual que Joseline, Lesvy presentó en su cuerpo golpes y heridas que no corresponden a un suicidio, además el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio demostró, a través de un peritaje propio, que la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México mentía, ya que prácticamente es imposible, con la estatura de Lesvy y los 80 centímetros del cable, ejecutar un suicidio.



Los casos de Joseline y de Lesvy no son aislados. Recordemos el caso de Mariana Lima Buendía, en Chimalhuacán, Estado de México. Ella fue asesinada en junio del 2010 por su esposo, un policía judicial. Sí, también su muerte fue declarada inicialmente como “suicidio”. Las autoridades, prácticamente sin investigación alguna, aceptaron como definitiva la declaración de su esposo Julio César Hernández Ballinas, quien dijo que Mariana se había “suicidado”. Sin embargo, la madre de Mariana, Irinea Buendía, nunca creyó esta versión, pues existía antecedentes de violencia doméstica por parte del judicial: ya había sido arrojada por las escaleras, se le había aventado el carro, incluso, el asesino previamente había amenazado a doña Irenea de asesinar a su hija y arrojarla a la cisterna. Al igual que los casos anteriores, al revisar el cuerpo los familiares, encontraron golpes que jamás fueron registrados en el acta y que claramente causaba la duda de un suicidio. Las autoridades, unos años después, en el 2015, no por gusto, sino gracias a la presión y lucha de los familiares y de doña Irenea, en coordinación con organismos de derechos humanos y de defensa de la mujer, investigaron y comprobaron la culpabilidad del asesino.



El número de feminicidios en México es brutal, alarmante. Las cifras conservadoras del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI) informan que a partir del 2013 se asesinan, en promedio, siete mujeres diariamente. La gran mayoría de la veces los crímenes quedan en completa impunidad. Cada vez es común en este país encontrar a alguien que ha perdido una amiga, una vecina, una compañera de trabajo, de estudios, de militancia, una hija, una familiar. Los crímenes no parecen disminuir sino que aumentan solapados por las instituciones judiciales que, como se mencionó, ya sea por consigna, por falta de interés, por desidia, por complicidad o machismo, mantienen la impunidad del crimen ; solapados también por las instituciones sociales, como la familia tradicional, que educan, incluso, a las mismas mujeres, para aceptar la violencia cotidianamente, como esencia fundamental de su existencia; ya no digamos de las instituciones religiosas que llenan de culpa a las mujeres si éstas deciden por sí mismas diversos aspectos de su vida como la maternidad o la sexualidad, además, no pocas veces, hasta justifican y fomentan crímenes como el feminicidio.

Sali tendría que conversar todavía con su madre Bárbara Healy, con su padre John Eiler, que sonreír, bailar y cantar, que militar en las diversas causas justas de Oaxaca, México, Estados Unidos o donde ella deseara luchar. Ni Sali, ni Joseline, ni Lesvy, ni Mariana tuvieron que morir de maneras tan terribles por ser mujeres, sí, por ser mujeres. Ni una más, ni una menos, dice acertadamente la consigna en las calles, en los muros; que la lucha de tantas mujeres ante estas realidades de violencia, ante tantos asesinatos, es porque la vida no es un privilegio, sino un derecho, y hay que combatir todo un sistema judicial, un sistema social, económico, político, toda una cultura que enaltece el privilegio masculino de dominar, agredir, explotar, violentar y, hasta asesinar una mujer.
Ni una más, ni una menos, mientras pienso en Sali, mientras escribo hoy sobre ella.


Alejandro Martínez Lira







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